Las raíces de la última crisis son profundas. El gobierno peronista heredó una situación compleja cuando asumió el cargo en 2019. La economía estaba sumida en la recesión y la montaña de la deuda externa contraída por el anterior presidente, Mauricio Macri, era impagable.
El FMI se equivocó al prestar tanto en 2018 sobre supuestos demasiado optimistas sin insistiendo en una reestructuración de la deuda privada y medidas para evitar la fuga de capitales.
El Presidente Alberto Fernández logró reestructurar deuda por U$S$ 65.000 millones millones de acreedores privados en 2020, pero las divisiones internas dentro de su partido bloquearon los esfuerzos para seguir este con un trato rápido con el FMI. Los peronistas radicales argumentaron que el rescate original debería no ser reembolsado en su totalidad porque violó los estatutos del FMI al financiar la fuga de capitales (el fondo niega que se hayan violado las reglas).
A medida que la economía se deterioró aún más en medio de las tensiones de la pandemia, las súplicas de Buenos Aires por un trato especial se hizo más fuerte y el compromiso de resolver problemas estructurales de larga data más débiles.
El acuerdo marco del viernes pasado hizo poco más que papel sobre las grietas.
El FMI refinanciaría los 44.500 millones de dólares que le había prestado a Argentina con un plazo de cuatro años y medio periodo de gracia. A cambio, Buenos Aires reduciría paulatinamente el déficit presupuestario durante tres años y frenar la impresión de dinero del banco central.
Poco se dijo sobre las distorsiones que amenazan la economía: ineficaces controles de precios, un tipo de cambio oficial inferior a la mitad del tipo paralelo y subsidios insostenibles para las tarifas del sector público. Pero la cuestión fundamental era si un gobierno dividido e impopular que enfrenta elecciones el próximo año podría cumplir incluso estas condiciones mínimas.
Apenas se secó la tinta del acuerdo del viernes antes de que un político peronista clave diera su respuesta. Al anunciar su renuncia como líder del partido en la cámara baja de congreso, Máximo Kirchner hizo una crítica fulminante del acuerdo. Él habla para una poderosa facción que cree que no es preferible ningún acuerdo con el FMI a aceptar límites en el gasto. Kirchner es vástago de una dinastía política: sus dos padres fueron presidentes y su madre Cristina es ahora la poderosa vicepresidenta.
En la última semana ella criticó a los prestamistas internacionales por promover políticas de austeridad que –según ella- fomentaban el narcotráfico.
Ante una tarea tan poco envidiable, es fácil entender por qué el Fondo está dispuesto hacer un nuevo trato con Argentina con condiciones mínimas. pero para proceder sin insistir en medidas más amplias para abordar los problemas fundamentales de la economía. Problemas estructurales es extender y pretender. El FMI debería pensar de nuevo.